Al saber que era muerto Manuel Ocaranza

Mà­rala: Es negra! Es torva! Su tremenda
Hambre la azuza. Son sus dientes hoces;
Antro su frente; secadores vientos
Sus hà¡litos; su paso, ola que traga
Huertos y selvas; sus manjares, hombres.
Viene! escondeos, oh caros amigos,
Hijo del corazà³n, padres muy caros!
Do asoma, quema; es sorda, es ciega: -El hambre
Ciega el alma y los ojos. Es terrible
El hambre de la Muerte!
No es ahora
La generosa, la clemente amiga
Que el muro rompe al alma prisionera
Y le abre el claro cielo fortunado;
No es la dulce, la plà¡cida, la pà­a
Redentora de tristes, que del cuerpo,
Como de huerto abandonado, toma
El alma adolorida, y en mà¡s alto
Jardà­n la deja, donde blanda luna
Perpetuamente brilla, y crecen sà²lo
En và¡stagos en flor blancos rosales:
No la esposa evocada; no la eterna
Madre invisible, que los anchos brazos,
Sentada en todo el à¡mbito solemne,
Abre a sus hijos, que la vida agosta;
Y a reposar y a reparar sus brà­os
Para el fragor y la batalla nueva
Sus cabezas ignà­feras reclina
En su puro y jovial seno de aurora.

No: aun a la diestra del Seà±or sublime
Que envuelto en nubes, con sonora planta
Sobre cielos y càºspides pasea;
Aun en los bordes de la copa dà­vea
En colosal montaà±a trabajada
Por tallador cuyas tundentes manos
Hechas al rayo y trueno fragorosos
Como barro sutil la roca herà­an;
Aun a los lindes del gigante vaso
Donde se bebe al fin la paz eterna,
El mal, como un insecto, sus oscuros
Anillos mueve y sus antenas clava
Artero en los sedientos bebedores!

Sierva es la Muerte: sierva del callado
Seà±or de toda vida: salvadora
Oculta de los hombres! Mas el à­gneo
Dueà±o a sus siervos implacable ordena
Que hasta rendir el postrimer aliento
A la sombra feliz del mirto de oro,
El bien y el mal el seno les combatan;
Y sà²lo las eternas rosas cià±e Al que a sus mismos ojos el mal torvo
En batalla final convulso postra.
Y pà­o entonces en la seca frente
Da aquél, en cuyo seno poderoso
No hay muerte ni dolor, un largo beso.
Y en la Muerte gentil, la Muerte misma,
Lidian el bien y el mal...! Oh dueà±o rudo,
A rebelià²n y a admiracià³n me mueve
Este misterio del dolor, que pena
La culpa de vivir, que es culpa tuya
Con el dolor tenaz, martirio nuestro!
¿Es tu seno quizࡠtal hermosura
Y el placer de domar la interna fiera

Gozo tan vivo, que el martirio mismo
Es precio pobre a la final delicia?
¡Hora tremenda y criminal -oh Muerte-
Aquella en que en tu seno generoso
El hambre ardià³, y en el ilustre amigo
Seca posaste la tajante mano!
No es, no, de tales và­ctimas tu empresa
Poblar la sombra! De cansados ruines,
De ancianos laxos, de guerreros flojos
Es tu oficio poblarla, y en tu seno
Rehacer al viejo la gastada vida
Y al soldado sin fuerzas la armadura.
Mas el taller de los creadores sea,
Oh Muerte! de tus hambres reservado!
Hurto ha sido; tal hurto, que en la sola
Casa, su pueblo entero los cabellos
Mesa, y su triste amigo solitario
Con gestos grandes de dolor sacude,
Por él clamando, la callada sombra!
Dime, torpe hurtadora, di el oscuro
Monte donde tu recia culpa amparas;
Y donde con la selva seca en torno
Cual cabellera de tu crà¡neo hueco,
En lo profundo de la tierra escondes
Tu generosa và­ctima! Di al punto
El antro, y a sus puertas con el pomo
Llamaré de mi espada vengadora!
Mas, ay! que a do me vuelvo? Qué soldado
A seguirme vendrà¡? Capua es la tierra,
Y de orto a ocaso, y a los cuatro vientos,
No hay mà¡s, no hay mà¡s que infames desertores,

De pie sobre sus armas enmohecidas
En rellenar sus arcas afanados.

No de mà¡rmol son ya, ni son de pro,
Ni de piedra tenaz o hierro duro
Los divinos magnà­ficos humanos.
De algo mà¡s torpe son: jaulas de carne
Son hoy los hombres, de los vientos crueles
Por mantos de oro y pàºrpura amparados,-
Y de la jaula en lo interior, un negro
Insecto de ojos à¡vidos y boca
Ancha y febril, retoza, come, rà­e!
Muerte! el crimen fue bueno: guarda, guarda
En la tierra inmortal tu presa noble.